En otro de esos amaneceres bercianos que tanto me inspiran y que considero son el mejor momento de cada día, bajo un cielo transparente y estrellado, recordé que hace algunos años, de visita en Chile,
un muy interesante país con una pujante economía y, vale mencionar, una nación gran productora de vino, estando yo en medio de muy cuidadas viñas de las variedades Cabernet Sauvignon, Carignan y Merlot, ubicadas en el Valle Central de ese país, se escurrió por mi cabeza la posibilidad de que algún día estaría haciendo labores culturales asociadas a la viticultura, una fría mañana de cualquier día futuro. Fue una de esas ideas que surgen por una especie de «generación espontánea», quizá motivada por un profundo anhelo guardado en el inconsciente o, pudiera ser a la vez, una premonitoria ocurrencia de mí mente inquieta buscando nuevas experiencias de aprendizaje y vivencias diversas. En ese bello y colmado de estrellas preámbulo de la aurora en el que recordaba reflexivo aquella premonición, dirigí la mirada hacia una porción de la bóveda celeste mientras caminaba pausadamente por las silenciosas calles de Corullón y noté que una franja del cielo del amanecer, a nivel de la Osa Menor, mostraba ese bello color azul violáceo que luce orgullosa la piel de la uva de la variedad Mencía, la que se cultiva con mucho esmero en la Comarca de El Bierzo. Que maravilla de color.
Pocos días después de visitarme ese recuerdo, precisamente el día de mi cumpleaños número cincuenta y cinco, se reinició la vendimia en Corullón, el pueblo que me adoptó hace nueve meses. Allí estaban los racimos de Mencía y Valenciana esperando que nuestras manos los separaran con sutileza de las cepas y, de nuevo, algunos de estos asimétricos cúmulos de uvas pequeñas e intensas intentaban esconderse para hacer más interesante nuestra labor. A veces vendimiando bajo la lluvia, otras bajo el sol, poco a poco las uvas iniciaban el viaje desde las cepas hasta la bodega. «Sin vendimia no hay bodega», una sabia frase que escuché pronunciar a una persona ligada al proceso. Es, en definitiva, el momento clave de la actividad vitivinícola. Para mí, en mi situación de Neorrural, también es un momento clave, de aprendizaje y relaciones, de encontrar analogías entre esa actividad y mi vivencia. Hay momentos en los que todo se resume, que son definitorios de lo que vendrá. Ojalá que éste lo sea para mí, dentro del proceso de incrustarme, en el buen sentido, en el territorio y su configuración social y económica. El tiempo lo dirá.
Los vendimiadores, entre los rigores propios de la vendimia y la compensatoria y aliviadora camaradería, vamos tomando el fruto de la tierra, las exquisitas uvas, para que los bodegueros las transformen en vinos especiales y los consumidores los disfruten en momentos inolvidables, siendo éstos, los vinos, algo más que productos líquidos embotellados, son sangre de la tierra, con el tiempo de cómplice y el cielo de testigo, donde subyace además un pedacito del alma de todos los que intervinieron en el amplio proceso de su elaboración. Siendo así, un trocito de mi alma irá sumergida en esos vinos maravillosos que este pueblo da a el mundo y, a la vez, el espíritu de esos vinos quedará en la mía, por siempre.